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La cara de la gratitud

Habitantes de calle, centro de Medellín /Cortesía Dairo Ospina

15 días después del primer mercado entregado, por el comentario de una amiga de mi hermano tomamos la iniciativa de ayudar y dar importancia a los habitantes de calle. Sin tener una idea muy estructurada preparé junto con mi hermano unos sánduches, bajamos unos pisos hasta salir de la unidad.Mientras los entregamos  en medio de la de la oscuridad y el frío, una mujer morena, alta, con ropa andrajosa, rostro manchado y con unos ojos cautivadores, se dirige hacia nosotros con pasos tenues, un poco penosa y chocando sus manos, movimiento que repetitivamente acompaña sus palabras pidiendo un mercado, mi hermano y yo, le explicamos  que ella no tendría un lugar para preparar la comida, pero nos interrumpe y aclara que es para su familia, “puedes llamar  a mi madre para corroborar lo que digo”,dijo. 

Minutos después al acceder a su petición, contesta la madre con voz tranquila, pese a que el número era para ella desconocido. No imaginaba que era su hija, esa que desde hace dos años había desaparecido tras la puerta de su casa para tomar el rumbo de las calles.

-Hola,¿con quién hablo? escucho a través del teléfono.

-Hola,mi nombre es Sara Ospina, estoy en compañía de su hija Verónica, ella encarecidamente me pidió que la llamara para saber si necesita alguna ayuda, un mercado o saber cómo se encuentra.- le respondo.La madre con voz entrecortada me responde con una nostalgia que se sentía cercana incluso a lo lejos: - Dile a mi hija que la amo y que estoy bien, ponle cuidado y préstale atención por favor.

Nos fuimos a casa, pero no me hallaba en la cama, daba vueltas, me arropa, me quitaba de nuevo la sabana, sentía que debía volver donde esta mujer, así que, levanté a mi hermano de su comodidad y decidimos volver donde Verónica, le llevábamos una sopa de pescado y cuando llegamos al lugar donde solía estar, Verónica ya se había ido.

Días después, el encuentro con Verónica ya era solo un recuerdo, recibo una llamada, al contestar escucho unos susurros y saltitos a lo lejos, antes de que me preguntase quién era, una voz interrumpe con una energía electrizante. Para mí sorpresa era la madre de Verónica, quien luego de confirmar que era yo quién contestaba me dijo con el júbilo en las palabras que la caracterizaba ese día: "mi hija está de nuevo en casa después de estar dos años habitando en la calle". Mientras escuchaba esto y asentía gratamente, sentía como esa torrencial de energía llamada amor se apoderaba de mí, y reafirmaba la fe y la esperanza que tenía cuando decidí ayudar.

Poco tiempo después, cuando la labor con los habitantes de calle se formaliza, y empieza a darse de manera más estructurada, incluso acompañados por la policía. Una estudiante de mi madre, le envía un mensaje que le hizo poner los “pelitos punta”: “profe buenos días, quería decirle que acabo de ver uno de los videos que ustedes publicaron, en el que  está mi hermano recibiendo comida, es habitante de calle, y no lo veo desde hace mucho… Gracias.”

Cuando me entero de este mensaje, sentí lo mismo cuando volví a saber de Verónica, vuelve de nuevo a esparcirse por todo mi ser, dejando a su paso ese extraño revoloteo de mariposas en el estómago, que a diferencia de lo que muchos piensan no solo se presenta cuando estás enamorado sino cuando amas, y yo amo todo esto que he construido con Dios y mi familia. 

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